miércoles, 23 de marzo de 2016

LA CACOSMIA

Perversión del sentido del olfato en cuya virtud resultan agradables los olores repugnantes o fétidos.


Escribe. Marco Aurelio Denegri.

En el siglo XVI, en España, era tal el hedor de las calles, por el amontonamiento de basura, que la gente distinguida, la gente de viso y alcurnia iba por ellas oliendo una bota o como se decía antes una borracha de ámbar, esto es, un odre con perfume delicado. Júzguese si no sería elegante y refinado semejante uso, que el secretario de Felipe II, Antonio Pérez, no supo regalar cosa mejor a quienes le protegieron durante su destierro. En París, durante los siglos XVIII y XIX, el enmierdamiento callejero era impresionante. Hasta tal punto que el doctor Moreau llega a decir que había tanta mierda en el suelo, que éste ya no se veía. (Cf. A. Corbin, El Perfume o el Miasma, 130, n. 13.) Y según Eberhard Rathgeb, en la capital del Imperio Alemán, en la década de 1870, el enmierdamiento callejero y la consiguiente pestilencia era lo normal. Lo curioso, en el caso de la España quinientista, es que la hediondez callejera no disgustaba al pueblo, el cual se había acostumbrado tanto a la inmundicia, que protestó vivamente cuando se limpiaron las calles. 
La razón de ello es una perversión que en jerga médica se conoce con el nombre de cacosmia. Esta voz procede del griego kakós, malo, y osmé, olor. La cacosmia es la perversión del sentido del olfato en cuya virtud resultan agradables los olores repugnantes o fétidos. A un enfermo de cacosmia, a un cacósmico, le parece fragante lo pestilente y bienoliente y hasta delicioso lo excrementicio. Enrique IV de Castilla, monarca del siglo XV, padecía de cacosmia y por eso “amaba la pestilencia”, como dice su biógrafo Gregorio Marañón. Y el gran historiador Jules Michelet se deleitaba con el olor pestífero de las heces fecales.

El hombre es el animal que defiende esforzadamente la basura y entre todos los animales que gustan de ella es el campeón, el que la consume y difunde con más ahínco y entusiasmo.
Unamuno decía que el hombre es el “animal guardamuertos”. Y es cierto. Pero yo agregaría que además es el animal embasurante y basuralizante por excelencia. Es un ser basuralicio. La basura lo atrae irresistiblemente y él se complace en ella con delectación y hasta con frenesí. Demuéstranlo cumplidamente, no diré ciertos programas de televisión, sino abundantes programas de televisión.
La basura es adictiva. Y la basura que produce y esparce diariamente la televisión es peligrosísima, ya que origina una violenta y tenaz adicción. Los televidentes se acostumbran a la cochinada químicamente pura y a la vulgaridad más atroz. Embarrarse es para ellos una fiesta y enlodarse una diversión y enmierdarse una vocación y un destino.
En la página 383 de su libro A Trancas y Barrancas, Alfredo Bryce Echenique manifiesta lo siguiente:


“Confusión hay por todas partes y cada día más, y el hombre parece acercarse a la imagen definitiva de un ser profundamente imbécil que mira cada día más horas de telebasura y soporta el idiotizador impacto de la angustiosa publicidad, sin capacidad de respuesta alguna.”

La teleaudiencia se pervierte con gran rapidez y es víctima fácil de la cacosmia. La cacosmia llegó al Perú hace más de diez años, tal vez quince. Y llegó para quedarse. ¡Maldita sea!

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